Liberado hacía ya años del síndrome del Norte, Sabinas había vivido como siempre había soñado. Un cómodo despacho cerca del Gobernador, en una apacible ciudad de provincias, donde el caso más difícil era detener a tres o cuatro chorizos, siempre llegados de Madrid, a través del Corredor del Henares y casi siempre, con un síndrome de abstinencia que les empujaba al interior de coches ajenos.
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