El sol le ardía en la piel. Había llegado en
un camión cargado de tomates y tenía la
nariz quemada. Se sentía cansada, pero
llena de vida. Apenas tenía “cosas”, solo
su mochila y su cuaderno siempre a
mano. Había reservado un alojamiento,
pero aún era temprano y quería encontrarse con
la ciudad de manera espontánea, sin mirar ningún
mapa ni saber cómo situarse. Dejando que
la casualidad trabajara por ella y viendo la ciudad,
bañada por esa maravillosa luz amarilla de principios
de verano, que parecía atravesarla a ella
también. Así que empezó a caminar sin rumbo.
Perderse: eso era lo que le hacía sonreír. Mercado de Tortosa.