Nadie podía imaginar entonces
que la rubia Ernestina se enamoraría,
porque desde que
sus padres murieron había estado
sola, porque no hablaba
con nadie ni iba a misa, pero
sobre todo, porque era bruja y a las brujas nadie
las quiere.
Ella era bajita de estatura, delgada y de piel
blanca, casi transparente, lo que unido a su
pelo pajizo y a sus ojos claros, le daba un aspecto
etéreo que no parecía de este mundo. Andaba
todo el día en el campo, abrazada a los árboles
y comiendo sólo las verduras y las frutas
que encontraba o que ella misma cultivaba en
un huerto casero. Sólo bebía agua de manantial
o de lluvia y su casa parecía la cueva de un druida,
toda llena de hierbas, brebajes y amuletos.