Los domingos son lo mejor porque no tengo
que ir al curro y porque al abrir el ojo, como quien no
quiere la cosa, Lucía y yo solemos hacer el amor.
Pero aquel domingo fue diferente. Todavía me duraba
la imagen de Pelayo. No la imagen sino más bien lo que me
había dicho mi esposa la noche anterior, en medio de la fiesta.
Por eso al despertar me quedé un buen rato ahí, agilipollado,
mirando el techo, sin saber muy bien qué hacer. Lucía se revolvía
al otro lado de la cama, como hace todos los domingos para
que yo, como quien no quiere la cosa, empiece a meterle mano
por debajo de las sábanas. La luz de la mañana entraba por la
ventana. Era domingo. Y los domingos son lo mejor. Pero ese
domingo, con mis treinta y cinco años recién cumplidos, quién
lo hubiera dicho, yo sólo podía mirar el techo.