Me lo confesó al poco de subir a la cafetería, apenas recién pedidos los cafés. Me sorprendió su sinceridad, sin preámbulos. Lo que de otro modo hubiera resultado casi grotesco, dado el motivo de mi visita, resultaba normal en él, familiar. Quizás fuese el tono suave de su voz, cadenciosa, humilde, o la forma de mirar cuando hablaba, con unos ojos que inevitablemente le unirían al mar para siempre. Era alto y delgado, pero fuerte, como su nariz.
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